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Y LUCIA LLAMO HIDALGO
A SU PELUCHE
Lucía, hembra
todo escultural, sabía deslizar su dedo índice
por mi muslo, dejando en el tacto tanta carga,
tanto sentido erótico, que con ese simple gesto
me electrizaba, reducía mi ser a puro deseo.
Lucía vivía en un rincón recóndito en lo alto de la ciudad, en un
ático coqueto de edificio nuevo, construido por encima de las viejas
casas de la ciudad vieja, y allí consumamos nuestro encuentro,
encuentro de mirada cómplice en un garito de poca luz y mucha copa
en un garito de lo que una vez fue barrio del sexo de pago, y hoy
quiere ser noche bohemia.
Sus ojos me atrajeron hacia ella y me llevaron hasta su nido de
pasión para no salir nunca más. Primero fui su deseo, después su
compañía, aunque hoy mi mayor dolor es no tenerla ante mi.
Lucía tenía su alcoba inundada de peluches, peluches blancos,
azulados, marrones, grises, de todos los colores y gamas
imaginables. Peluches chiquitos en estantes y otros medianos, que se
asomaban sobre las cabecitas de sus primos menores; peluches con
sonrisa entretenida en sus boquitas de terciopelo; y un osazo enorme
por el suelo, en gruesa piel de algodón caliente con el que
revolcarse cual trío con hembra compartida, Lucía.
El osazo fue mi amigo, un cómplice que compartió cuantos “mènage
a trois” nos consintió Lucía. Aguantó muchos revolcones sobre él, y
nunca protestó; realmente era un insulso, un alma cándida. Y Lucía,
más que mujer superlativa, era la Hembra.
Un día me presentó a todos sus peluches, los llamaba por su
nombre, y les atribuía cualidades con explicaciones detalladas.
Tanto era así, pensé, que reproducía en los muñecos el carácter o
los sentimientos de personas que conocía. A partir de entonces Lucía
cambió, me contaba sus cosas, me hablaba de los hombres, esos seres
incomprensibles, decía, tan duros, tan importantes ellos, siempre
colgándose medallas, tan presuntuosos. Ella me contaba cosas así, y
yo me reía. Algunas veces sorprendía su mirada penetrante en mis
ojos, escrutadora, y yo notaba que se apropiaba de mi espíritu, pero
no me importaba, me gustaba reposar en ella, dejar que mi ser se
diluyera. Era algo nuevo para mi, algo que nunca antes había
sentido. Me hacía olvidarme de lo que había sido mi vida hasta
entonces, allá abajo en la alocada ciudad, me hacía sentir vivo.
En aquel cuarto, rodeado por docenas de peluches, pasaron días y
noches, semanas enteras. Lucía salía en momentos desconocidos,
cuando el sueño y el cansancio de amor me vencían. Y al rato
despertaba, pero ella seguía mirándome, ofreciéndome sandwiches, o
fruta y pasteles, o café y bollos. Comíamos y nos amábamos.
En algún momento, perdí el sentido del tiempo. Y algún día, al
salir de una de mis duermevelas, Lucía estaba junto a mi de pie,
vestida con un pantalón muy ajustado y una blusa que le marcaba los
pechos. Desde el suelo me pareció enorme, y quise preguntarle si iba
a salir, pero noté que no podía pronunciar, que mis labios no se
movían. Sentí pánico, pues no había músculo en mi cuerpo que
respondiera a mi voluntad de levantarme.
Ella sonrió y fue suficiente para que mi voluntad se relajara. Se
agachó y recogiéndome con una fuerza que consideré enorme, me elevó
del suelo hasta sus labios. Noté su beso tierno, pero después una de
sus manos me elevó hasta la estantería próxima, sujetándome por la
cintura, para sentarme junto a un osito verde pistacho.
Frente a mi tengo toda la habitación. A través de la ventana, el
cuadro fijo de la ciudad, ese continuo de tejados y azoteas se me
antoja como un desierto rojo, inmenso y vacío.
Hace un rato Lucia se perdió tras la puerta del baño. Puedo oír
correr el agua en la ducha preparando su cuerpo de hembra deliciosa,
frascos de esencias tintineando en la distancia, y su aparición
deslumbrante enfundada en un rojo y provocador vestido corto de
amplio escote.
Lo he entendido todo. En cualquier momento, Lucía volverá con un
nuevo hombre. Seguramente joven y apuesto, con músculos tan fuertes
y entrenados como corresponde a uno de esos muchachos clonados en
gimnasio de pago. Quisiera mirar para otro lado, pero ya no puedo.
Mis ojitos de vidrio ven todo lo que pasa en la habitación.
Al salir se ha despedido de mí, a distancia. Ella me ha llamado
Hidalgo, su más servicial caballero.
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Alejandro de Prado, “Boris”
Bilbao, Abril 2011
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