LUCIA: LLUEVE

Lo cierto es que en un día como aquel, no podía ocurrir nada bueno. Llovía con pasión descontrolada, abusiva. Las nubes se destrozaban entre sí, en una batalla de truenos y relámpagos en la que los auténticos perdedores éramos los pobres mortales, pillados en la hora de salida del trabajo, corriendo despavoridos en busca de un autobús, un taxi, cualquier transporte que sirviera para llegar cuanto antes al refugio consolador del hogar.

Para cuando alcancé la parada de taxis, dos calles más abajo, estaba empapado, con un ojo magullado por el paraguas de una gorda que ni siquiera me pidió perdón, los pantalones echados a perder, y mis pies navegando dentro de los zapatos, como la ciudad entera navegaba sobre un río de agua. Dando por supuesto que el alcantarillado se inventó para algo, me pregunté si el responsable municipal sería un ingeniero o acaso un biólogo marino experimentando sobre la facultades humanas en producir escamas y branquias de forma espontánea. El caso es que la frialdad del agua se dejaba ya notar en mis partes más íntimas, cuando decidí entrar en la cafetería más cercana. Me separaba de la entrada, vaya novedad, otro charco ocupando todo el ancho de la acera.

Si lo hubiera pensado dos veces, habría caminado sobre las aguas, cual Moisés creyente en la divina providencia, pero pretendí salvarlo junto al bordillo, donde el cauce de agua se estrechaba, y comprendí mi error cuando ya estaba en el aire. Una puerta que se abre en el coche aparcado junto al bordillo, interponiéndose a mi yo acróbata. El choque violento me arrojó al charco, para quedar en el suelo, sentado, ofuscado, ridículo.

Maldije mi suerte y al inoportuno del coche.

Apenas a un metro de mis gafas de miope, una aparición en forma de pierna larguísima surgiendo desde un zapato de fino tacón, moldeada en una media tenuemente perla, plegada en una rodilla de perfecta factura, y más arriba un muslo ligero que se pierde en una minifalda negra.

Tras un instante eterno de duda y ensimismamiento, mis ojos se encontraron con los suyos. Al buen Dios se le acabó el negro, pintando aquellos ojos y aquel pelo en media melena, y el diablo tuvo que intervenir al moldear aquella figura llena de curvas imposibles, requebrándose desde el asiento para colocarse ante mí, figura de diosa recogida dentro de una gabardina verde oliva. Y mis oídos se llenaron de su dulce voz, de su pronunciación en musical acento sudamericano, tal vez argentino, y mis pulmones se llenaron de un aroma, el suyo, indefinible, seco como el buen champán, cristalino como el campo en primavera.

Mi posición, tirado en medio del charco, no era para dárselas de digno, así que dejé que me tomara un brazo, que me ayudara a levantarme; dejé que me sobara con un pañuelito que sacó de alguna parte, en un gesto por secarme tan encantador como inútil; y finalmente, acepté encantado la invitación para subir a su casa, y todo el derroche de gentileza que vino detrás: es aquí mismo, en esa esquinita de ahí, es lo menos que puedo hacer, claro, ningún problema en absoluto, que menos, cuanto lo siento, que disgusto tengo, por favor...

Mi mente intentaba calibrar el sentido de su última afirmación, pero ella caminaba sobre aquella escultura móvil que eran sus piernas, y yo no podía quitarle los ojos de encima, flotaba tras ella entre algodones húmedos. Entramos en un portal de repujadas y disparatadas decoraciones "art-decó", con plafones de luz indirecta que acentuaban exageradamente las sombras de paredes y techos. Yo miraba el rastro que, cual pato remojado, iba dejando sobre los mármoles, pero ella, indiferente, abrió la puerta del ascensor, uno de esos ascensores antiguos todo él de maderas barnizadas, un coqueto banquito en un ángulo, espejo decolorado. Cogiéndome la mano, la suya una mano suave, caliente, de largos dedos, me introdujo en la cabina, y me dejé arrastrar, el elevador ascendiendo a los cielos con mi cuerpo rozando el suyo, mirándonos muy de cerca, ella prometiéndome un baño caliente. Me daba igual. Podía pararse allí mismo el ascensor por cientos de años, y que nos descubrieran arqueólogos del Museo Británico, ella la Venus del ascensor y yo un perrito a sus pies.

Su casa era uno de esos apartamentos con los que soñamos los hombres, al menos algunos, entre los que me cuento. En el último piso, en el ático. Tras la puerta de entrada, un biombo japonés. Tras del biombo, la cocina detrás, poco más que un armario escamoteado con puertas de librillo. Tras la cocina, un coqueto mostrador años sesenta mirando al salón y al gran ventanal. Y tras del ventanal, la terraza y la lluvia, seguía lloviendo con fuerza, y el agua corriendo por los vidrios parecía disolver en chorretones las lucecitas de la ciudad. Ella tosió a mi espalda, y me encontré allí, en medio del salón, mojando una alfombra aterciopelada, y sin saber que decir.

Me detenía un instante, la miraba, y sin que ella lo notara, me pellizcaba a mi mismo, solo por estar realmente seguro que aquello me estaba pasando a mí, que no era un sueño.

En algún momento me desmayé. Bendita lluvia. Escribo recogido en mi casa, el agua corriendo por los vidrios y recordándola. El más bello recuerdo.

 

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Alejandro de Prado, "Boris"
Bilbao, Abril 2011

 

 

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